
Aunque tú nunca dices nada, de alguna otra forma siempre eres tú la que empieza. Y te sigo la corriente. Es terrible estar todo el tiempo tratando de descifrarte. El otro día por ejemplo, me dijiste que me amabas.
Fue así. El litoral estaba bien feo, estaba nublado y las olas estaban opacas, como si tuvieran una cáscara de petróleo encima. Te invité un helado de esos de cono. Como si fuera tan corriente para mí. Para ti lo fue. Es que tú no sabes nada de mí, crees que puedes entenderme tratando de poner atención a mis preguntas o mirándome bien a los ojos cada vez que me cuentas una historia tuya. Pues bien, no sabías que hace mil años no tomaba helados de cono o de la clase que fuera. No sabías lo extraño que era para mí. Y podría haberme enamorado en un segundo si me hubieras preguntado ¿hace cuanto que no te comías un barquillo?
Mientras avanzábamos por la costanera yo pensaba en ese día en que nos habíamos conocido y no había sido hace mucho, tal vez un mes atrás. Tú eras pariente de un amigo. Lo típico del verano. Venías de otra ciudad para quedarte durante enero y parte de febrero. Yo nunca suelo ser parte de esos círculos, por algún motivo siempre me abstengo de los paseos grupales, de las idas a la playa, de toda aquella veraniega interacción social diurna. Pero ese día que te conocí había logrado cerrar al fin una parte de mi historia que estaba pendiente hace tanto tiempo. Yo venía llegando del norte, de conocer a mi padre luego de toda una vida de ausencia. Eso te lo conté a la pasada, creo que dije que venía de viajar por el norte. “Fui a ver a mi papá”, comenté. Fui a ver a mi papá y los desiertos infinitos que me separaban de él. A contar las animitas del camino que me reunirían con el hombre que me había heredado estos ojos azules desteñidos y esta fea mancha de nacimiento en mi rodilla derecha.
Continuará ... eso espero.