Entonces iba por la esquina, quién?, no sabemos, pero iba. Articulando voces en su cabeza, manipulando palabras, doblándolas hasta casi quebrarlas. Tambaleándose con el sinsentido a cuestas, por toda la calle, a lo ancho y largo de la calle. Parecía que a medida que avanzaba, todo se estiraba, todo alrededor era gomoso, chicloso y aletargado. Los pensamientos chocaban sus bordes entre sí, sacando chispas de vez en cuando. El cielo rosadio, muy rosadio, la calle azul, las veredas grises, la gente, por supuesto, sin color. Era una tardecer arrebolado en la ciudad. El atardecer le intoxicaba los ojos, la razón. Miles de palabras cortitas hacían cola en la punta de la lengua, miles de frases se agolpaban en las mejillas, cancioneros enmohecidos repletaban el pecho. -Hay demasiada música en este planeta y yo me enamoro con facilidad- pensó. -Cómo me voy a aprender todas esas canciones. Cómo amaré tanto- insistió.
El camino había avanzado lo suficiente como para estar ya cerca del hogar. Pero el paisaje se había quedado atrás, cansado, medio dormido sentado en un escalón. Casi siempre le hacía lo mismo, ya era costumbre. Las grietas en el cielo eran imaginarias, las gritas en el alma, no tanto. No había mucho más que hacer, que desear, que esperar. El día había colapsado en un pequeño abismo sonoro que inundaba su cabecita.
Pasó a comprar naranjas para el desayuno del día siguiente. Desayuno que tomaría en deliciosa compañía felina, puntualmente a eso del mediodía. Promesa.