1.5.11

Sobredosis de consciencia

Me pitié. Estoy sonado. En todo caso, a mi nadie me prometió nada. Fue todo idea mía. No sé en qué minuto se me metió en la cabeza que alguien me debía algo. Y algo grande. Me armé ese cuento yo solito. Con argumentos imaginarios y deudores y cómplices y malos y buenos.

Ayer me vomité todo encima. Fue a la salida del banco. Ni sé cómo llegué hasta ahí, iba a buscar lo que me pertenecía. Pero la cajera estúpida no entendió nada. Llamó a los guardias y me echaron. Afuera el aire me pegó fuerte y me mareé. Una señora me ofreció una botella con agua y un pañuelo para que me limpiara, pero ni la miré siquiera. La dejé con las cosas en la mano vieja y flaca, estirada en el aire como una rama seca. No necesito los consuelos de una vieja miserable.
Me fui caminando todo vomitado, ignorando a los demás transeúntes; porque si lo hago todo el tiempo, por qué no habría de hacerlo ahora? Las normas de la calle son bien raras. Es como un salón de baile, no: es como un evento extraño y cada persona es una baile por sí misma. Y cada una baila lo que quiere, pero todos juntos en el salón y nadie se mira.
Yo caminaba entre esos bailes, traspasando las normas del salón. Como si me importara, acaso les importo yo a ellos? A menudo me hago esa pregunta, cuando camino por las calles en esa competencia asolapada de bailes. Qué me importan ellos? Qué nos importamos los unos a los otros. Esa masa cíclica y ruidosa, colorinche, pero uniformada, tendrá consciencia de sí misma? Cómo habremos llegado a ese estado, a esa indiferencia organizada y jerarquizada?

Al pasar junto a una tienda vi un gran contenedor de basura, en frente otra tienda en su vitrina reflejaba el contenedor. Me saqué el chaleco vomitado y lo arrojé con furia contra el reflejo. La gente me miró con desaprobación, era que no. Pero un tipo, un foráneo me aplaudió de lejos con tremendo entusiasmo. Seguí caminando mientras una colérica vendedora me increpaba desde la puerta de la tienda. Para lo que me importaban a mí sus gritos. Seguí caminando hasta que me cansé, tenía pedazos de comida regurgitada en mi boca y el ácido del estómago me quemaba la garganta. Ahora quería el agua de la vieja. Qué poca sincronía. No tenía ni un peso en los bolsillos y necesitaba agua con urgencia. De pronto vi en el costado del asiento de paradero donde me encontraba, en el suelo, un tiesto de plástico con agua. Seguramente para los perros, -yo soy casi como uno- susurré. Pero cuando traté de agarrar el coso, me di cuenta que estaba encadenado. Qué rabia, qué rabia! Me levante y estaba a punto de patearlo, pero algo ocurrió que automáticamente me puse en cuclillas y saqué agua con las dos manos. me la eché en la cara y bebí otro poco. en ese minuto el tendero del kiosco cercano me gritó que cómo se me ocurría hacer semejante cochinada. Le dije que no tenía para comprar una mineral. Pensé que me ofrecería una de su kiosco, pero en vez de eso me dijo que fuera a pedir un vaso a la farmacia de la esquina. -Viejo de mierda tacaño-, pensé para mis adentros. Me paré enfurecido y le patié su negocio. Me fui echando pericos hasta casi llegar a mi casa. Cuando finalmente llegué a mi edificio, reuní mis últimas reservas de genuina amabilidad que me quedaban en el cuerpo y le di un gran "buenas tardes" al portero. El apenas me respondió con un gesto de su cabeza.
-estamos mal-,pensé. Estamos mal.

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