Cuando era chica me gustaban los sitios eriazos. Cerca de mi casa se ponía una feria de verduras y frutas los días miércoles y sábados. En ese terreno se acomodaban los feriantes y luego dejaban su desastre de frutas reventadas y hojas de lechugas mustias. Luego venían los mendigos y se llevaban las papas que todavía se podían salvar, luego llegaban los perros y lamían de la tierra la podredumbre de los pescados que vendía un caballero, luego los pájaros picoteaban los granos de choclo que quedaban por ahí... y al final de todo eso, llegaba yo. Generalmente llegaba en bicicleta. No sé por qué, pero recuerdo que me gustaba ir en días nublados. El sitio en un lado se quebraba abruptamente y yo jugaba a que era un acantilado y al fondo estaba el mar. Y mi bicicleta era un jeep y yo era una mujer solitaria que iba a ese mirador a fantasear con su futuro. Me ponía un personal stéreo para crear la banda sonora. Muchas veces me quedaba dándole vueltas al terreno, en silencio, escuchando música. Tenía como 9 años y recién había aprendido a andar en bicicleta. Podía haberme ido a jugar a unos edificios que tenían jardines laberínticos y muy verdes, con mucho espacio, pero sin duda alguna siempre prefería los espacios desérticos, muertos, o los basurales con sus montículos apestosos, las ruinas con sus marcos de puertas y ventanas invisibles. El asunto que me inquieta es que siempre me sentí tan cómoda en esos lugares, sola, husmeando los restos de los restos. Sin tener que seguir las reglas de ningún tonto juego, de ningún tonto niño. Supongo que siempre fui una rata, una con mucha imaginación.
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