El otro día me vi en ese paisaje bonito. Era el amor de mi vida, era yo. Era un espejo de agua parlante con rayos color violeta. Era un día de sol, era yo.
El otro día me pillé en la calle, en esa calle familiar donde todos habitan felices. Era un retrato perfecto, un beso en la frente, era yo.
Me vi juntando petalitos en el pelo, caminando sin fijarme, enredando mi vestido en la reja, me vi sentada en la cuneta buscando tesoros invisibles. Era lunes, era domingo, era verano, era otoño, era de día, era mañana, éramos nosotros sacando la vuelta, todas las vueltas que se atascaron en los rayos de nuestras bicicletas. Cerro abajo habían amapolas californianas en las orillas del sendero, habían manzanillones, yuyos, teatinos y esas flores de los trebolitos que nos comíamos los tallos. Ahí estabas tú, ahí andaba yo. Eramos las huellas de otros tonteando cerro abajo. Era el amor de nuestras vidas, nuestras infancias abnegadas, apasionadas en el no tiempo, en el no espacio del juego eterno y fugaz a la vez. Eran los chanchitos de tierra y las chinitas coloradas, el fin de un sueño, ahogándose en un tazón de leche chocolatada con el conejo de la suerte chapoteando en ella. Era el murmullo de la vejez acercándose allá lejos, lejos, lejos.
Me vi en ese paisaje bonito. El amor de mi vida iluminándome por completo.
El otro día me pillé en la calle, en esa calle familiar donde todos habitan felices. Era un retrato perfecto, un beso en la frente, era yo.
Me vi juntando petalitos en el pelo, caminando sin fijarme, enredando mi vestido en la reja, me vi sentada en la cuneta buscando tesoros invisibles. Era lunes, era domingo, era verano, era otoño, era de día, era mañana, éramos nosotros sacando la vuelta, todas las vueltas que se atascaron en los rayos de nuestras bicicletas. Cerro abajo habían amapolas californianas en las orillas del sendero, habían manzanillones, yuyos, teatinos y esas flores de los trebolitos que nos comíamos los tallos. Ahí estabas tú, ahí andaba yo. Eramos las huellas de otros tonteando cerro abajo. Era el amor de nuestras vidas, nuestras infancias abnegadas, apasionadas en el no tiempo, en el no espacio del juego eterno y fugaz a la vez. Eran los chanchitos de tierra y las chinitas coloradas, el fin de un sueño, ahogándose en un tazón de leche chocolatada con el conejo de la suerte chapoteando en ella. Era el murmullo de la vejez acercándose allá lejos, lejos, lejos.
Me vi en ese paisaje bonito. El amor de mi vida iluminándome por completo.
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