29.1.16

Hábitos



Tal vez me he vuelto adicta a la suprema sensación de no sentir dolor. 
Quién no quisiera extender las alas y volar a ras del mar, apenas besando la superficie, no tener que sumergirse hasta el abismo a encontrarse quizásconquéoquién.
Lo cierto es que aún me pica el alma. Lo cierto es que utilizo mucho esa palabra sin saber bien de qué estoy hablando. Será porque el pesimismo me pisa los talones, me viene siguiendo desde la esquina. Me sale bien hablar poquito y no sonreír mucho. Es lo que he venido haciendo hace tanto, claro por eso cuesta hacer lo contrario de la noche a la mañana. Es una maravilla abrir los ojos y no ver el cielo gris, aunque lo esté. Es una maravilla hundir la cara en la almohada y no querer soltar el aire. Es una maravilla respirar, comer, dormir. Es una sublime experiencia sentarse en la quieta soledad a escuchar la propia respiración. Intoxicarse con los propios pensamientos siempre será un riesgo para mí. Dudo que pueda prescindir de mis propios diluvios mentales. he navegado esa tormenta desde antes de ser, desde antes de estar. He de aprender a manejarme, a no zozobrar. No quiero ser un espejismo, no quiero transformarme en un faro. No quiero ser el elemento típico de ningún paisaje. Siempre quise ser el paisaje completo o más... el pintor, el que lo esculpe. No puedo conformarme con menos, no por ego, ni orgullo. Es que simplemente no quiero, no puedo, no debo. No es el bien superior, no hay falso altruismo, no hay nada más que un anhelo, o pura curiosidad, es lo que debo saber, un grito lejano me llama. El envoltorio caramelizado se está resquebrajando lentamente, estamos en otro momento, otra etapa. Otros misterios, otras lenguas, otras verdades, otras mentiras que descubrir. Incluso otros llantos que llorar. No lo sé. Tal vez las tristezas se han puesto en veda para mí. Tal vez se transformaron en una joya exquisita y rara que sólo se me permite admirar de lejos y sólo cuando la ocasión lo amerite. 

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